Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Algunos amantes trazan su amor en una carta que concluye con un “siempre te amaré”, en un dibujo de un osito que baja sonriente por un tobogán de arcoíris o en un simple ramo de rosas. Pero existe una opción más original: Chato y Kili se adoran tanto que unieron sus nombres en la penca de un maguey.
“¡Eso no es original, así lo hizo Chente en la Ley del Monte!”, pensaríamos con cierta razón. Un momento. Chato y Kili no sellaron su amor en un monte (como dice la canción), sino en el maguey vecino de un monolito gigante, del tamaño de Godzilla (o un poquito menos). Ahí, junto a la roca de 167 toneladas y 7 metros de altura, en un huerto de plantas desérticas, con una navaja grabaron en la penca de un maguey sus nombres. Las ráfagas del deseo atravesaban sus cuerpos.
Escogieron buen lugar. Aunque a Reforma la pueblan legiones de oficinistas, autos, motos, autobuses, todo ese estrés de la Ciudad de México es irrelevante porque su alianza está custodiada por un dios. Ojo, no cuelga de una cruz, ni tiene muslos sangrantes o corona de espinas. Delante de ese maguey está Tláloc, Señor de la Lluvia vuelto piedra que obliga al cuello a torcerse, como uno debe hacer si pretende mirar a los ojos a un dios.
¿Cómo es que semejante titán prehispánico aterrizó en este lugar, vestíbulo callejero del Museo Nacional de Antropología? Leamos la plaquita del estanque donde el dios teotihuacano se alza: “Este monolito fue encontrado en las estribaciones del pueblo de Coatlinchán, Estado de México, y sus habitantes lo donaron generosamente a este museo en 1964”.
Mentira más grande que el propio monolito; no fue un regalo. La historia va así. Hace más de un siglo, unos coatlinchenses cavaban un foso en la barranca de Santa Clara para quemar unos troncos y volverlos carbón. Sorpresa. Sus palas chocaron con un objeto sólido. Ansiosos, calaron hasta descubrir a un ser divino. En su abdomen tenía 10 huecos redondos como jícaras o tecomates, y por eso le llamaron “Piedra de los Tecomates”. Una reportera del National Geographic, Andrea Fischer, así lo narró: “El dios de la lluvia estaba acostado sobre la espalda, recubierto de polvo y hierbas”. Desde entonces, el pueblo lo veneró con ofrendas y el dios lo agradeció: las lluvias dieron espléndidas cosechas.
Y vino la desgracia. Enterados del viejo hallazgo del monolito esculpido por los teotihuacanos entre el año 100 y el 850 DC, el presidente Adolfo López Mateos y su administración avisaron: ‘Su diosito está bueno para adornar la entrada del museo que fundaremos en septiembre. Venga pa’ acá’.
Y hasta Coatlinchán se trasladaron las cuadrillas del gobierno. No es que el pueblo dijera “adelante, llévenselo”. En tropel furioso, con machetes, cuchillos y mazos, una madrugada de febrero de 1964 la multitud llegó a la barranca. Hirió a golpes al gigantesco remolque con el que Tláloc sería secuestrado y ponchó las 72 llantas, rompió los parabrisas y embutió tierra a los tanques de gasolina de los dos tractocamiones dispuestos para arrastrar a la deidad.
Pero en México no se ha inventado el antídoto contras las balas. El mismo Ejército que ejecutó poco después la Masacre de Tlatelolco amenazó con plomo a la comunidad y vigiló que el colosal Tláloc –con un peso equivalente a 28 elefantes- fuera acostado en una plataforma de 144 mts2 y atado con 300 cables de acero, como un asesino serial, para que en los 50 kms hasta la capital no se rebelara. El 16 de abril el pueblo lloró la despedida de su dios con un presentimiento terrible: ya no habría quien ordenara el desplome desde el cielo del agua que daba de beber, fertilizaba el campo y pintaba de verde a Coatlinchán.
Hoy, a seis décadas de que un poderoso remolque Goodrich–Euzkadi volviera a Tláloc un chilango a fuerzas, los jardineros lo han rodeado de vegetación, quizá para que no se sienta tan desolado en su prisión de Avenida Grutas y Paseo de la Reforma. Las Torres Gemelas de Polanco son su lujoso paisaje de fondo y tiene de vecino a un sitio de taxis que informa: “we accept dollars”. Frente al monolito, un cubano parecido a He-Man, Arturo, con su voz habanera enseña cada mañana acondicionamiento físico a rubias de torsos cincelados que sudan y saltan atléticas siguiendo el ritmo de One Direction. Tláloc debe sentir muy exótico su hábitat.
Aunque flota un aire de luto, en su jardincito lo acompañan ombús, agaves tequilana, ficus gigantes, ginkgos, magueyes de pulque y unos órganos tristísimos, resecos y agonizantes: por alguna razón, Tláloc se niega a darles a esos cactus la agüita salvadora que es su imperio.
¿Y queda otro rastro acuático en la esquina del Señor de la Lluvia? Dos musculosas vigas en su espalda evitan que la roca volcánica andesita se desplome hacia atrás, encajadas en un estanque redondo que lo refleja en su agua verdosa, hábitat de ramas, abejas que se hidratan y hojas secas que se creen barquitos.
Cuando en 1964 la roca viajó desde el Estado de México hasta Chapultepec, 60 mil personas asistieron a su llegada. Y pasó algo extraño: una tromba brutal atacó a la capital y la inundó. ¿El dios maniatado estaba furioso? Sobre calles, avenidas, plazas, la gente empapada gritaba y correteaba a Tláloc. En horas, la Ciudad de México lució a su nuevo dios desterrado.
¿Y qué pasó en Coatlinchán? El reportero Guillermo Espinosa recogió este testimonio: “Cuando aparecen nubes por aquí, sólo las vemos pasar hacia la Ciudad de México”, le dijo un campesino. Ni una razón tenían para instalarse en el pueblo.
Visiten a Tláloc en Chapultepec y denle consuelo mirándolo a los ojos. Y si nadie los ve y están enamorad@s, igual que Chato y Kili graben en la penca de un maguey sus nombres.